Skip to content

Por el Bien Público

AMLO perpetúa en México la cultura de la obra pública mal planificada.

English | Español

El primer jardín botánico de las Américas se construyó durante el Imperio azteca. Según Diego Durán, el fraile dominico autor de La historia de las Indias de la Nueva España, el emperador Moctezuma el Viejo tomó la idea de su hermano Tlacaélel. Inaugurado para la élite real durante su reinado (1440–1469), el jardín de Oaxtepec se ubicaba en el actual estado de Morelos en México. Contaba con un canal artificial y canteros de plantas ornamentales y medicinales traídas de diferentes partes del imperio. Su belleza impresionó a los conquistadores españoles, entre ellos Hernán Cortés, quien visitó Oaxtepec en 1521: “… de trecho a trecho hay aposentamientos y jardines muy frescos, e infinitos árboles de diversas frutas, y muchas hierbas y flores olorosas, y cierto que es cosa de admiración ver la gentileza y grandeza de toda esta huerta”.

Cerca de quinientos años después de su construcción, el jardín de Oaxtepec se convirtió en una atracción pública de otro tipo: en 1966 se inauguró un parque acuático en el mismo sitio. El complejo acuático de Oaxtepec incluía un enorme domo geodésico de un diseño vanguardista similar al del parque temático Epcot, basado en el sistema estructural desarrollado y patentado por R. Buckminster Fuller. Bajo ese domo, se exhibían más de dos mil especies botánicas, una piscina olímpica con una escultural plataforma de clavados, y habitaciones de hotel para más de mil quinientos visitantes. Construido con fondos del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), el complejo acuático de Oaxtepec sugería una visión progresista del turismo y el ocio, un lugar para que los trabajadores pasaran tiempo en contacto con la naturaleza, en un agradable clima subhúmedo. El exdirector del balneario Raúl Aispuro Rivas describió a Oaxtepec como “una conquista de la clase trabajadora, para su descanso, recreación y esparcimiento con su familia”.

En su apogeo, el balneario de Oaxtepec atrajo entre 2 y 2,5 millones de visitantes al año y fue considerado uno de los más grandes de América Latina. Pero a fines de la década de1990, partes de la propiedad federal se otorgaron en concesión a Parque Acuático Oaxtepec, una empresa privada que en 1998 iniciaría un ciclo de arrendamiento de la propiedad. Como consecuencia de este proceso, parte de las 134 hectáreas de la propiedad del IMSS quedó concesionada a empresas privadas. Buena parte de la construcción original no se mantuvo adecuadamente, lo que provocó desinterés y una disminución en el número de visitantes. En 2016, luego de la quiebra de la empresa Parque Acuático Oaxtepec, veintisiete de sus hectáreas fueron arrendadas, esta vez a Six Flags Entertainment Corporation, que también se comprometió a pagar los costos de mantenimiento y reparación que el IMSS había acumulado durante décadas. El resort de vanguardia construido cincuenta años antes pasó a convertirse, al menos parcialmente, en Six Flags “Hurricane Harbor”. En 2020, algunas de las instalaciones originales de Oaxtepec tomaron otro impulso, al convertirse en clínica provisional para pacientes de Covid-19.

Existen demasiadas obras públicas en todo el país como para administrarlas adecuadamente.

La saga de Oaxtepec ilustra un problema recurrente en México: existen demasiadas obras públicas en todo el país como para administrarlas adecuadamente. Al inicio de la modernidad mexicana, buena parte de estas obras fueron comisionadas por el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), la institución creada por el presidente Manuel Ávila Camacho en 1943 con el propósito de promover la construcción de hospitales y clínicas, viviendas, instalaciones deportivas y centros vacacionales, como parte de una noción expansiva de bienestar social. El Estado mexicano de mediados de siglo siguió con rigor la agenda de gobernar en grande: según el libro de Enrique X. de Anda Alanís Arte y cultura junto a los hospitales, se comisionaron más de noventa obras públicas de este tipo en todo el país tan solo durante la administración del presidente Adolfo López Mateos (1958-1964). Existe un esplendor innegable en algunos de estos proyectos, especialmente aquellos que rechazaron el modelo de desarrollo suburbano que entonces proliferaba en América del Norte, optando en cambio por un enfoque mixto que combinaba vivienda, servicios sociales y comercio. Claro ejemplo de esto es la Unidad Independencia, un complejo de viviendas asequible al sur de la Ciudad de México, que incluía departamentos, casas independientes, cines, tiendas, teatros, instalaciones deportivas y parques. Todos estos espacios eran cobijados bajo el nombre del IMSS.

Sin embargo, en la década de 1980, una gran cantidad de proyectos del IMSS se encontraba en proceso de deterioro por dos motivos principales. Fundamentalmente, el Estado mexicano de mediados de siglo inició sus programas de obras públicas sin contar con las capacidades tecnológicas —o mano de obra especializada— necesarias para construir el tipo de proyectos modernos que se habían previsto. Este síntoma clásico del subdesarrollo se sumaba a un exceso de ambición que tenía un origen local más antiguo: el proceso de conquista dio lugar al llamado arte tequitqui (palabra en náhuatlpara tributario), término que se refiere a un proceso a la manera de un “teléfono descompuesto” en el que los trabajos manuales en épocas de la conquista eran realizados por mano de obra indígena bajo la orden y supervisión de clérigos, quienes a su vez contaban con poco conocimiento sobre construcción, carpintería o escultura. De modo similar, en el México moderno, arquitectos e ingenieros versados en tendencias europeas pedían a herreros y carpinteros que reprodujeran, en sus talleres o en el lugar, el tipo de manufactura que se producía a gran escala dentro de las fábricas en Francia. En 1952, por ejemplo, las novedosas fachadas de vidrio como las de la Torre de Rectoría de la Universidad Nacional, al sur de la Ciudad de México, de sesenta metros de altura, fueron concebidas y ensambladas por trabajadores de la construcción con poca o nula experiencia previa en tales sistemas constructivos. Testimonio de esto es que, aunque estas fachadas de vidrio aún se mantienen de pie, una de ellas se encuentra torpemente orientada hacia el sur, haciendo climáticamente insostenible dicha parte de la torre.

Si la construcción era de calidad cuestionable, también lo fue el urbanismo. Los políticos mexicanos defienden de dientes para afuera la idea de que las obras públicas están destinadas a mejorar la vida cívica y ayudar a los más pobres. Pero la realidad es que el glamour arquitectónico, los ajustes de cuentas en política y el amiguismo de la industria han jugado un papel mucho más importante que el “interés nacional” para determinar qué proyectos se encargan y quién ganará las licitaciones. Este problema empeora con la presión que ejerce el lapso de un sexenio, el mandato constitucional posrevolucionario de seis años —la Revolución Mexicana derrocó al general Porfirio Díaz, un reeleccionista de siete mandatos que permaneció en el poder durante tres décadas— y que inadvertidamente ha creado una ventana arbitraria de tiempo en la cual se espera que todos los proyectos públicos se concluyan y entreguen al público “en tiempo y forma”, aniquilando el largoplacismo. En realidad, los últimos dos años de un sexenio suelen ser utilizados por los presidentes salientes para inaugurar simbólica y parcialmente tantas obras como sea posible. Como lo expresó recientemente Román Meyer Falcón, actual secretario de Desarrollo Agrario Urbano y Territorial, las obras públicas sirven como “un mensaje político y la mejor expresión visual de la política”.

La infraestructura en México, pues, se ha visto afectada por la ausencia de una planificación a largo plazo. Las administraciones entrantes se ven obligadas a elegir entre controlar los daños emanados de proyectos apresurados de sus predecesores o renunciar a ellos por completo. Esto fue cierto bajo el Partido Revolucionario Institucional (PRI) que, después de marcar el comienzo de la vida moderna, gobernó hasta el año 2000 con un breve regreso en el 2012, y fue cierto también durante los subsecuentes gobiernos del Partido Acción Nacional (PAN), que prolongaron la desastrosa luna de miel del estado mediante el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) hasta 2016. Andrés Manuel López Obrador (AMLO), del partido de izquierda Movimiento Regeneración Nacional (MORENA), fue electo en 2018 y prometió acabar con las malas prácticas de administraciones anteriores. Sin embargo, ha entrado en los últimos dos años de su mandato y poco ha cambiado en esta materia. En todo caso, AMLO ha encaminado su gobierno a la creación de proyectos de construcción aún más desordenados y frenéticos: un nuevo aeropuerto para la capital, una nueva refinería de petróleo en el Golfo, múltiples líneas de trenes y carreteras, confiándole todos estos a las fuerzas militares, a construirse y entregarse en tiempo récord. Sus logros han sido ampliamente elogiados por sus partidarios y por un sector de la izquierda global, pero una mirada más crítica a las políticas de AMLO y a la historia nacional de obras públicas, excesivamente entusiastas, revela una desconexión preocupante entre sus objetivos y sus logros.


El domo geodésico en el jardín de Oaxtepec. | Mapio

Después de tres décadas de neoliberalismo implacable, podría olvidarse que el gasto público fue motor clave del crecimiento económico en México durante gran parte del siglo XX. El PRI, el primer —y hasta Cuba, el único— partido revolucionario en llegar al poder en el continente, se hizo cargo de un país extremadamente pobre, semifeudal y tecnológicamente atrasado, sabiendo que tenía que invertir fuertemente en infraestructura social y económica, en la ausencia de una burguesía local que de otro modo podría haber jugado ese papel. El proceso se inició a fines de la década de 1930, cuando el presidente Lázaro Cárdenas nacionalizó todas las reservas de petróleo y la infraestructura en suelo mexicano, incluidas las de empresas extranjeras, canalizando los ingresos del petróleo hacia el desarrollo: el suministro de siderurgia, ferrocarriles, refinerías, energía, carreteras y servicios. La agenda estatal de “sustitución de importaciones,” es decir, el desarrollo de la industria local para evitar la dependencia de las importaciones extranjeras manufactureras, se intensificó después de 1951, cuando el presidente Harry S. Truman promulgó la Ley de Seguridad Mutua (MSA por sus siglas en inglés) e inyectó $ 7,5 mil millones anuales de apoyo anticomunista en países “aliados” alrededor del mundo, de los cuales México fue uno de los mayores beneficiarios.

Pero este énfasis en el prestigio de los proyectos y sus autores dio lugar a una cultura malsana de competencia entre arquitectos.

El MSA coincidió con la presidencia de Miguel Alemán (1946-1952), un período de transformación para el partido. Alemán fue el primer civil en conseguir ese cargo después de la revolución: un dandi que quería que cada mexicano tuviera “un Cadillac, un puro y un boleto para los toros”. Bajo su mando, una nueva generación de estudiantes universitarios inundó los pasillos del poder, reemplazando a los militares veteranos de la revolución que anteriormente habían dirigido el gobierno. Simbólicamente, Alemán asumió la presidencia un año después de la muerte del general Plutarco Elías Calles, el fundador ideológico del PRI. Si bien no rompió del todo con la visión socialista subyacente del partido, la administración de Alemán se centró más en el crecimiento económico nacional que en la justicia social o en la mejora de las condiciones de las comunidades marginadas. Como explica Ryan M. Alexander en Sons of the Mexican Revolution: Miguel Alemán and His Generation, el alemanismo se asociaría más tarde con “el fortalecimiento de una burguesía nacional, un esfuerzo concertado para atraer inversiones extranjeras y una tendencia a fomentar los valores empresariales en la población”.

Al menos en el centro de México, uno de los legados más tangibles del alemanismo fue la construcción de unidades de vivienda para la clase media con diseño moderno, entre ellas el Centro Urbano Presidente Alemán (CUPA) en la Ciudad de México, diseñado por Mario Pani. Joven promesa de la arquitectura mexicana, Pani fue hijo de un prominente diplomático y sobrino de Alberto J. Pani, una de las figuras políticas clave del México posrevolucionario, quien se desempeñó como secretario de Hacienda durante el Gobierno del Presidente Elías Calles y jugó un papel importante en el desarrollo de un sistema nacional de carreteras. En 1947, la Dirección General de Pensiones Civiles encargó a Pani el diseño de un edificio que pudiera albergar a doscientos trabajadores del sector público. La presentación ganadora de Mario Pani fue un proyecto de usos mixtos, con una escala increíblemente diferente a todo lo construido anteriormente en México: empleaba tan sólo el 20 por ciento de la superficie del terreno y el diseño constaba de una sucesión de nueve edificios de trece pisos (y dos complementarios para servicios). Cada edificio combinaba apartamentos en la parte superior y comercios en la planta baja, un modelo que luego se convertiría en un estándar urbano. Mientras que las vistas de algunas ciudades norteamericanas ya habían sido definidas por la presencia de rascacielos, el CUPA apareció en Colonia del Valle como una gigantesca anomalía vertical. Su diseño se inspiró en gran medida en la utópica Ville Radeiuse, la ambiciosa propuesta de Le Corbusier para una ciudad organizada en torno a largos bloques zigzagueantes de rascacielos de acero con paseos arbolados y una sucesión de parques.

Completado en 1949, el CUPA apareció publicado al año siguiente en la revista francesa L’Architecture d’Aujourd’hui y posteriormente en otras publicaciones extranjeras, brindándole a Pani una considerable atención internacional. El mismo año, la Unidad Juárez, una versión más ambiciosa del CUPA que diseñó en la céntrica colonia Roma de la Ciudad de México, fue ovacionada en España en la Revista Nacional de Arquitectura como un “testimonio del nivel alcanzado por la arquitectura del noble país mexicano”. Estos y otros proyectos similares elaborados por el IMSS se publicitaron en el extranjero para elevar el perfil de los diseñadores y como testimonio de que México se estaba modernizando en tiempo récord. Según el relato de Ana Esteban-Maluenda y Vanessa Nagel Vega, hubo al menos noventa y cinco publicaciones sobre vivienda pública mexicana en Francia, Italia, España, Estados Unidos e Inglaterra, entre 1950 y 1968.

Pero este énfasis en el prestigio de los proyectos y sus autores dio lugar a una cultura malsana de competencia entre arquitectos, algunos de los cuales prefirieron priorizar la validación en el extranjero, haciendo uso de fotografías de arquitectura que mostraban hermosos proyectos, al mismo tiempo que eludían la vocación social de su trabajo. Esta mentalidad aún prevalece. En 2013, se publicó en revistas de arquitectura el rancho privado del notoriamente corrupto gobernador del estado de Veracruz, Javier Duarte. El rancho fue diseñado por Manuel Cervantes, que ya había recibido varios encargos públicos en el Expresar. Si bien en 2015 el rancho le valió a Cervantes el premio “Emerging Voices” de la Architectural League of New York, estuvo bajo el escrutinio público poco después. Una investigación del periódico español El País reveló que Duarte había ofrecido obras a Cervantes a manera de quid pro quo. El exgobernador actualmente cumple condena y la propiedad ha sido confiscada por el Ejército mexicano.

En la precipitada carrera por construir del alemanismo, los estándares de construcción tampoco fueron examinados a fondo por otros profesionistas, contratistas o la prensa. De hecho, las normas de seguridad adecuadas para la seguridad estructural de los edificios no se establecieron debidamente sino hasta 1985. El problema se vio exacerbado por la nueva fascinación de muchos arquitectos con el concreto armado, cuyo empleo correcto aún se encontraba en una fase incipiente. Los costos del enfoque son evidentes en los Conjuntos de Pani y en todo el Campus de Ciudad Universitaria de la Universidad Nacional. El aspecto más deleznable de la corrupción en las obras públicas en México son las diferentes formas en que se obstaculizaron los concursos públicos: ya sea amañando los concursos, presentando múltiples propuestas bajo diferentes nombres de empresas o acelerando proyectos mediante oficinas descentralizadas. Con el tiempo, muchos arquitectos se adhirieron a esta cultura de amiguismo, entre ellos una figura que a simple vista parecería ser uno de los héroes de la modernidad mexicana.


Universidad Nacional Autónoma de México. | Wikimedia Commons

Pedro Ramírez Vázquez, como muchos hombres de su generación, vivió su vida emulando los ideales de un protagonista de alguna historia de Ayn Rand, si tal protagonista fuera lo suficientemente sensato como para admitir que el gasto público era su principal fuente de ingresos. Hermano de Manuel Ramírez Vázquez, uno de los miembros del gabinete más cercanos a Miguel Alemán, Pedro diseñó y planeó una gran cantidad de instituciones y edificios residenciales, microgestionando cada paso del proceso, hasta el diseño gráfico e industrial. A diferencia de Pani, quien estaba genuinamente comprometido con la expansión de la vivienda pública, Ramírez Vázquez se sintió atraído en gran medida por la monumentalidad y el reconocimiento mundial. Fue precursor de la idea de ser “arquitecto estrella” y tuvo una relación cercana con el PRI y la iglesia católica a lo largo de su carrera, aunque omitía sigilosamente estos lazos frente al público. De esta forma, encarnó una figura que se volvería recurrente en la intelectualidad moderna de México, una especie de monstruo de la vida pública —haz reverencia, Enrique Krauze; haz dos, Octavio Paz—que ágilmente se presenta ante la sociedad como pensador independiente, incluso a veces antisistema, a pesar de estar activamente involucrado en la política y ser esencialmente parte de la clase dominante.

En sus primeros años profesionales, de 1958 a 1964, mientras estaba a cargo del Comité Administrador del Programa Federal de Construcción de Escuelas (CAPFCE), Ramírez Vázquez desarrolló métodos ágiles para la construcción de aulas en todo el país, principalmente como una estrategia para disminuir el analfabetismo en español entre comunidades indígenas. También trabajó en quince mercados de la Ciudad de México, entre ellos el de Lagunilla y el gigantesco Jamaica, este último diseñado junto a Félix Candela y Rafael Mijares. Si su proyecto más visitado en la Ciudad de México es la Basílica de Guadalupe, el centro religioso más grande de la ciudad, quizás el más notorio sea el Museo Nacional de Antropología, un edificio que, más que ningún otro, ilustra la priorización del simbolismo sobre las mejoras directas en la vida cotidiana y se erige como una mezcla perversa de colonialismo interno y arquitectura de vanguardia. Construido en un período increíblemente corto, los diecinueve meses entre febrero de 1963 y septiembre de 1964, su edificación implicó la extracción de tesoros arqueológicos de muchos pueblos indígenas, entre ellos el pequeño pueblo de Coatlinchán, que originalmente albergaba la escultura de siete metros de altura de Tláloc que ahora se encuentra en la entrada del museo. El Ejército mexicano tuvo que reprimir los intentos de los habitantes de impedir la extracción, y se reforzaron puentes y carreteras para asegurar que los remolques pudieran trasladar esa enorme pieza del pasado mesoamericano para su exhibición permanente en la capital del país.

En 1968, Ramírez Vázquez fue nombrado presidente del comité organizador de los Juegos Olímpicos de la Ciudad de México. Las obras realizadas en ese marco transformaron muchas zonas subdesarrolladas de la ciudad. El edificio más prominente fue el Estadio Azteca, entonces una de las estructuras de concreto más grandes y aún una de las instalaciones deportivas más intimidantes. Originalmente encargado con la Copa del Mundo de 1970 en mente, su construcción terminó convenientemente en 1966 y se convirtió en la pieza central del evento olímpico. Diez años más tarde, fue designado secretario de Asentamientos Humanos y Obras Públicas de México, cargo que no le impidió llevar a cabo proyectos en su práctica privada, algo que ahora está prohibido por la Ley Federal de Servidores Públicos. De hecho, en la ajetreada década de 1970, el portafolio de proyectos de Ramírez Vázquez casi no incluía proyectos de vivienda social. Esta época representaría lo más cerca que el servidor público llegó a los niveles de influencia de figuras como Robert Moses en Nueva York, tanto en el establecimiento del Plan Nacional de Desarrollo Urbano como en la puesta en marcha de proyectos de construcción nacionales como la Basílica de Guadalupe, en los que estaría involucrada su oficina privada.

La personalidad de Ramírez Vázquez como “hombre renacentista” —y su participación en una lista de proyectos y actividades demasiado larga y variada como para describirla aquí— no sería tan relevante si sus fines hubieran sido exclusivamente económicos. Pero fue un arquitecto extraordinariamente dotado, que entendió lo que la industria de la construcción mexicana podía y no podía lograr, y cuyo talento brilló incluso en obras menores, como la Torre Mexicana, sede de la aerolínea gubernamental Mexicana de Aviación hasta la quiebra de la misma. Por lo tanto, sirve como símbolo de la modernidad tardía de México, cuando el aumento del radicalismo estético iba de la mano con la disminución del compromiso social. Es revelador que fue un modelo a seguir para muchos arquitectos más jóvenes e incluso para algunos de sus colegas, incluidos Agustín Hernández, Ricardo Legorreta y Fernando Romero, cuyos encargos públicos de la década de 2000 combinan materiales deficientes y un diseño monumental. Un buen ejemplo es el “Monumento a la Lealtad” de Campo Marte, de Agustín Hernández, construido para conmemorar el centenario del Ejército mexicano y realizado con recursos públicos, pero que el público no puede visitar.

Los años de gloria de Ramírez Vázquez ocurrieron en la década de 1970, bajo el cobijo del presidente Luis Echeverría Álvarez (1970-1976), quien se había embarcado en un ambicioso programa de aumento del gasto del Estado, como respuesta al malestar social desatado por el breve coqueteo de su antecesor Gustavo Díaz Ordaz con procesos de privatización —sin mencionar la masacre de 1968, en la que murieron más de trescientos estudiantes en la plaza de Tlatelolco (con las unidades habitacionales de Mario Pani como telón de fondo). Junto con la puesta en marcha de muchos proyectos de infraestructura, Echeverría invirtió en educación, salud y subsidios alimentarios, casi duplicando el porcentaje de la población cubierta por la seguridad social, logros loables que deberían haber sido respaldados con una política fiscal sólida. Sin embargo, el sistema tributario regresivo del gobierno fue incapaz de mantener las inversiones estatales, por lo que al final del mandato de Echeverría, como señala el académico Miguel D. Ramírez, “el país estaba atrapado en un círculo vicioso de crecientes intereses públicos, déficits sectoriales, crecimiento monetario excesivo, aceleración de la inflación, una fuerte fuga de capitales y aumento de la deuda externa”.

Las cosas llegaron a un punto crítico en 1976, cuando, bajo una enorme presión sobre la balanza de pagos, el valor del peso cayó casi un 50 por ciento. Durante los siguientes seis años, México se enfiló hacia una política económica desastrosa, con un déficit de balanza de pagos aún en aumento y el vertiginoso crecimiento de la inflación, mientras los buitres de la comunidad financiera internacional —el FMI, la Reserva Federal bajo Paul Volcker y el “Club de París”, que representan a los gobiernos acreedores— merodeaban, listos para intervenir con sus amadas “reformas estructurales”. Estas fueron impulsados ​​en 1982, cuando México recibió un préstamo del FMI a cambio de austeridad fiscal, privatización de empresas estatales, reducciones en las barreras comerciales no arancelarias y desregulación industrial. En 1986, a pesar de la oposición interna, México se unió al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio bajo el liderazgo del presidente Miguel de la Madrid, sellando, en la opinión de Thomas M. Leonard, “la transición de México de la industrialización por sustitución de importaciones (ISI) al neoliberalismo”.

La crisis se reflejó en el abandono del IMSS y de la infraestructura habitacional estatal: edificios como CUPA quedaron a su suerte, así como unidades similares como Tlatelolco, Unidad Juárez, Unidad Altillo-Universidad y la Unidad Independencia. La disminución de los fondos para gastos de mantenimiento destinado a las unidades creó un ambiente de decadencia. Para muchos,  el día del juicio llegó el 19 de septiembre de 1985, cuando un terremoto en la Ciudad de México—que mató a más de veinte mil personas según algunas estimaciones—instantáneamente convirtió muchos de estos monumentos de la modernidad en ruinas o trampas mortales, como fue el caso de algunos de los edificios de Pani en Tlatelolco, donde fallecieron entre doscientas y trescientas personas, y la Unidad Juárez en la colonia Roma, donde cifras extraoficiales estiman cerca de ochenta personas fallecidas al no poder salir oportunamente de sus departamentos. Como señaló el arquitecto Carlos González Lobo cuando se le preguntó sobre el legado de los proyectos oficiales del terremoto de 1985: “Los proyectos de origen Le Corbusiano sobre pilotes hoy demostraron su absoluta ineficacia.”

Como resultado del sismo de 1985, los habitantes de estas obras públicas se vieron obligados a buscar nuevos lugares donde vivir, lo que provocó una migración intraurbana e incluso intraestatal. De hecho, la propia Ciudad de México parecía experimentar una especie de resignación, como si la planificación se hubiera escapado de las manos y de las obligaciones del gobierno, dando pie a la expansión descontrolada de la ciudad en todas direcciones, mientras que las ruinas de la modernidad y los edificios con prótesis se convertían en un aspecto recurrente del paisaje urbano. A medida que aumentaron los alquileres en la parte central de la Ciudad de México y el Estado abandonó el impulso de hacer vivienda pública, una nueva periferia en el este se llenó de personas dispuestas a viajar largas distancias para trabajar en los servicios necesarios para que el centro urbano prosperara. Hay destellos de esta transformación en la película Roma (2018) de Alfonso Cuarón, que muestra una serie de escenas cruciales en Ciudad Nezahualcóyotl, una de las nuevas periferias al oriente de la ciudad, muy lejos del barrio que le da nombre a la película. Una sensación de abandono es palpable en toda la película: el patriarca (un trabajador del IMSS) de clase media abandona a su familia por una mujer más joven; su sirvienta indígena queda embarazada de un hombre que no quiere volver a verla; y todos se ven afectados por la retirada lenta y prolongada del Estado, que permite que se extiendan los barrios marginales y no logre impulsarse la reforma agraria en las haciendas, y en cambio crea grupos paramilitares que en la masacre de Corpus Christi matan a decenas  de estudiantes que protestan.


Universidad Nacional Autónoma de México. | Wikimedia Commons

A medida que el neoliberalismo continuaba su puesta en marcha en la década de 1990 y principios de los 2000, el Estado mexicano comenzaba a procurar tener “retorno de inversión” en proyectos que antes se entendían como un bien social a fondo perdido. Los puestos oficiales que tradicionalmente se asignaban a los planificadores urbanos ahora se entregaban a desarrolladores, lo que conllevaba la proliferación de centros comerciales y “elefantes blancos”—un término empleado para señalar trabajos arquitectónicos horribles, costosos y monumentales, que ofrecen poca atención social beneficio—una tendencia que alcanzó nuevos máximos en 2016, cuando el 6 por ciento del PIB se asignó a obras públicas, el doble de lo habitual , y gran parte de ese dinero se destinó a una nueva y costosa terminal aeroportuaria en Texcoco. Mientras tanto, los crecientes barrios marginales, que atraían a los campesinos expulsados ​​de sus tierras, se vieron privados de recursos básicos.

A la postre del sexenio de AMLO no ha ocurrido esfuerzo alguno por reformar seriamente la participación del Estado en la industria de la construcción.

Fue en este contexto que AMLO llegó al poder en 2018, con la agenda de enmendar los daños creados por el neoliberalismo y restaurar la fe en el Estado. ¿Qué mejor manera de lograrlo que a través de obras públicas? Poco después de ganar las elecciones, anunció cuatro megaproyectos públicos que se ejecutarán, en su totalidad, durante su mandato de seis años: un tren para la península maya, otro para crear una conexión interoceánica a través del istmo de Tehuantepec, una nueva refinería de petróleo en el Golfo y un nuevo aeropuerto para la Ciudad de México (para lo cual se canceló la ya iniciada construcción del aeropuerto previamente planeado en Texcoco). Estos nuevos proyectos han ido acompañados de la inyección de dinero en municipios históricamente desatendidos para la construcción de cientos de parques, instalaciones deportivas, plazas públicas y mercados. En conjunto, conforman una especie de plan holístico concebido por AMLO: el presidente se ha jactado en varias ocasiones de ser el único político que conoce cada rincón del país como la palma de su mano. Confiando en este conocimiento empírico, AMLO se ha saltado la metodología debida y las consultas a expertos, y ha seguido sus propias corazonadas, que posteriormente se adecuan mediante ingeniería inversa en políticas públicas, pues miles de servidores públicos y trabajadores del gobierno subcontratados se ven obligados a improvisar papeleo y el marco legal necesario para entregar todas estas obras antes de que termine el sexenio.

A pesar de la reputación de AMLO en la campaña electoral como un cruzado de la lucha contra la corrupción, estos proyectos, al estilo de un WPA Rooseveltiano en miniatura, han sido sujetos a los códigos habituales del amiguismo, según una investigación de la Secretaría de la Función Pública que detectó irregularidades en los pagos a supervisores.

Y como ocurre con cualquier megaproyecto, los sobrecostos masivos han agriado el optimismo inicial. En resumen, AMLO está siguiendo la dinámica habitual de quemar dinero al construir de manera apresurada, mediocre, con consecuencias en tiempo real, como el colapso de losas de concreto durante la edificación de un centro de equipamiento deportivo o el mal funcionamiento en los sistemas de alcantarillado de un parque recientemente inaugurado en Tabasco, por mencionar algunos ejemplos. Dado lo opaco que son los nuevos contratistas y lo rápido que se están realizando las nuevas obras públicas, estas son virtualmente imposibles de auditar debidamente. Y mientras el gobierno de AMLO reitera que estos proyectos han generado más de trescientos cincuenta mil empleos, poco se habla sobre la calidad de estos empleos, pues históricamente la mano de obra en México ha sufrido salarios terribles. Los estándares de seguridad siguen siendo deficientes, lo que ha provocado la muerte y lesiones de trabajadores de la construcción, como sucedió durante la edificación de una instalación deportiva en Ciudad del Carmen en septiembre de 2021. Tales condiciones laborales han dado lugar al fenómeno de denuncia en redes sociales, como lo hace la cuenta de Instagram @terror_despachos_arq_cdmx, que documenta las condiciones de maltrato y abuso laboral en las industrias de diseño y construcción para obra pública.

El presidente no ha obviado que la corrupción es endémica en la industria de la construcción en México. AMLO se ha referido a los actores del sector privado como “buitres” que saquearon al país y para enmendar dicho mal ha asignado muchas de las labores de construcción al propio Estado. El problema es el brazo del Estado que ha elegido para llevar a cabo su voluntad: todos los megaproyectos clave han sido asignados a las fuerzas militares, que han sido notoriamente corruptas y opacas cuando se trata de obras públicas. Dado que la ley federal ha sido ambigua sobre lo que constituye un proyecto de seguridad nacional y la nueva legislación amplía la permanencia de las fuerzas militares en tareas de seguridad social, es probable que esta sea una solución a largo plazo, lo cual genera preocupación por todo tipo de razones. Y no es que los partidarios de AMLO se hayan dado cuenta. Por ejemplo, el 21 de marzo de 2022, cuando se inauguró el nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, AIFA, no se hizo mención alguna sobre los arquitectos de la nueva terminal, sino que todos los elogios se dirigieron a “nuestros ingenieros militares”. Ese mismo día, el productor de telenovelas Epigmenio Ibarra, destacado porrista de AMLO, subió su regalo al presidente, “Una obra del pueblo”, setenta y cuatro minutos de propaganda en forma de un video de YouTube. En una escena, se observa al presidente recorriendo las instalaciones con oficiales del ejército. El valor político del video es incuestionable: al fin hay en México un presidente que le ha arrebatado la soberanía a esos “buitres”, a los especuladores que traicionaron los sueños revolucionarios, a los priístas que vendieron y arrendaron partes del país a intereses extranjeros. Sin embargo, esta nueva confianza en los militares representa un rechazo a la retórica de campaña de AMLO de civilizar y “enviar a las tropas de vuelta a sus cuarteles”. Esta incongruencia sigue confundiendo incluso a la oposición conservadora.

Aunque el aspecto estético de las obras es el menor de los problemas, algunas comienzan a asemejarse a las ya conocidas ruinas modernas del apogeo del PRI. En muchos aspectos son peores: mientras que las obras de arte de muralismo permanecen desmoronadas en gran cantidad de obras públicas en calidad de abandono, estas nuevas obras proyectan una falta de personalidad, propia de un tipo de construcción militar que quiere ser percibida como civil: una especie de realidad de baja resolución definida por texturas simples, materiales baratos e ideas espaciales carentes de imaginación. La nueva terminal del aeropuerto generó polémica cuando se reveló que sus baños contarían con adornos alegóricos a la cultura y el folclor mexicano.  Como señaló el arquitecto del proyecto original, Francisco González-Pulido, en una conferencia, poca de la calidad a largo plazo a la que su equipo aspiró con el diseño de la nueva terminal permanece en el edificio entregado, pues los contratistas del Ejército mexicano se tomaron fuertes libertades creativas para completar el diseño inicial.

A la postre del sexenio de AMLO no ha ocurrido esfuerzo alguno por reformar seriamente la participación del Estado en la industria de la construcción, ya sea mediante la creación de mecanismos que mejoraran significativamente los salarios para los trabajadores de la construcción, o mediante la implementación de mejores prácticas en los concursos y contratos públicos, o la participación de las universidades y comunidades locales en la gestión de proyectos, o la reducción de la dependencia del concreto, o el aumento de la inversión en energías renovables. Todos estos pudieron haber sido objetivos de política pública completamente alcanzables durante su sexenio. En cambio, el presidente optó por cerrar filas con el Ejército, saturando la demanda de cierto tipo de materiales y servicios de diseño, y ocasionando más abusos en una industria de la construcción de por sí ya precaria. Es desconcertante, entonces, ver artículos en la prensa extranjera que describen  los proyectos urbanos del Gobierno federal como si se tratasen de esfuerzos heroicos, pues rara vez se verifica la pertinencia de su propósito social o la calidad de la construcción, sino que sus ‘méritos’ únicamente se apuntalan en fotografías y premios internacionales de arquitectura. El presidente podrá tener las mejores intenciones, pero le ha faltado imaginación para construir obras públicas que realmente sirvan al público.